En esta caricatura del dibujante español Cao, publicada en la revista Caras y Caretas en 1900, Eduardo Ladislao Holmberg (1852–1937) aparece como una figura desalineada a la vez que atractiva: insectos y víboras salen de sus bolsillos, sostiene una jaula habitada por un águila de contornos prusianos, y está rodeado por una bolsa repleta de huesos, mientras un caracol se acerca a sus pies.
Esta imagen, cristalizada en el cambio de siglo, había despuntado décadas antes. Holmberg, desde 1870, se fue perfilando como una figura singular y pintoresca: realizó la primera descripción exhaustiva de las arañas y las abejas del territorio nacional, a la vez que escribía ficciones sobre viajes a Marte y luchas encarnizadas en las calles de Buenos Aires entre darwinistas y anti-darwinistas; fundó la revista El Naturalista Argentino, mientras participaba en las discusiones sobre las definiciones para un diccionario de argentinismos; siendo un médico graduado de la Universidad de Buenos Aires, sostenía que las patologías más sencillas se seguían resolviendo con los consejos de la curandería y las medicinas caseras.
Este tipo de figura respondía a las características de un ambiente cultural que en la década de 1870 tenía dinámicas que permitían la convivencia de perfiles diversos: naturalistas extranjeros y los primeros hombres de ciencia hijos del país, inmigrantes devenidos intelectuales y prominentes figuras que empezaban a poblar las cátedras y fundar asociaciones de la vida cultural, aventureros que se convertían en letrados, entre otros. Cada una de estos personajes, a la vez, realizaba tareas muy diversas entre sí en un contexto que aún estaba lejos del de las profesiones y los campos disciplinares tajantemente definidos.
Fue un momento efervescente el que habilitó la definición de estos perfiles culturales que denominé en otros trabajos “pioneros culturales” (Bruno, 2011): se trataba de figuras que con sus quehaceres, producciones intelectuales y acciones abrían espacios, marcaban agendas, proponían caminos para un país que estaba, de acuerdo a la percepción de los protagonistas, en pleno proceso de transformación.
Holmberg entre sociabilidades, ficciones y El Naturalista Argentino
A lo largo de la década de 1870, Holmberg pensó en las posibilidades de existencia de un ambiente científico para el país. Su propia trayectoria le permitía pensar en términos críticos qué significaba ser un científico en la Argentina de entonces. Por ejemplo, a la hora de iniciar sus estudios universitarios, los jóvenes con sus intereses no encontraban en Buenos Aires nada parecido a una escuela de naturalistas1. La mayoría de los hombres de ciencia destacados en la Argentina eran extranjeros y habían obtenido sus credenciales en sus países de origen (Babini, 1949, 1954). Como él mismo subrayó, su marcada inclinación por las ciencias naturales no tuvo traducción universitaria porque en esos tiempos “la Zoología era propia de los carniceros, la Botánica de los verduleros y la Mineralogía de los picapedreros, cuando más de los marmoleros” (citado en L. Holmberg, 1952: 49). De hecho, varios científicos contemporáneos que adquirieron un renombre, como Francisco Pascasio Moreno, Florentino Ameghino y Juan Ambrosetti, no contaron con ningún tipo de formación universitaria.
En este escenario, Holmberg encaró su carrera en la Facultad de Medicina durante la década de 1870, aunque en esa casa de estudios la enseñanza estaba lejos de las prácticas de observación y experimentación que le interesaban. Ya graduado, no practicó la medicina de manera sostenida.
Más naturalista que médico, entonces, ya su primer viaje a la Patagonia (1872) le había mostrado su vocación por estar en contacto con la naturaleza. Esta excursión abrió un ciclo, y en los años siguientes concretó sucesivas travesías exploratorias que reforzaron su interés como naturalista.
Entre 1874 y 1879 se dedicó a realizar un estudio sistemático de las arañas del país con materiales propios y ajenos. Gran parte de los resultados de estas indagaciones fue publicada en los Anales de Agricultura de la Argentina, los Anales de la Sociedad Científica Argentina, el Periódico Zoológico y, posteriormente, reunida en un trabajo de mayor aliento, Arácnidos Argentinos (E. L. Holmberg, 1876). Este trabajo marcó a fuego su pasión por la entomología. Fueron las arañas y las abejas2 los insectos que mayor interés le generaron. Incursionó también en el terreno de la flora, pero sobre todo en descripciones generales o sobre colecciones realizadas por otros. Mientras Holmberg se consolidaba como un naturalista, reflexionó sobre la importancia de la ciencia para el país y las funciones sociales del científico. No se circunscribió a un registro como forma de intervención para presentar sus ideas al respecto. Intentó dar cuenta de su perspectiva en producciones literarias, escritos misceláneos e intervenciones menos sistemáticas expuestas en círculos de discusión.
En lo que respecta a la sociabilidad intelectual, encontró en la Academia Argentina de Ciencias y Letras y en el Círculo Científico y Literario un espacio para conversar con quienes pensaban que en el país debían gestarse espacios para pensar qué eran la ciencia, la literatura, la lengua y la cultura de una nación que había declarado su independencia en 1816, pero que hacía muy poco tiempo había alcanzado una conciliación de intereses que permitía pensar en estos acuerdos (Bruno, ed., 2014). Como varios de sus contemporáneos, consideró que las academias y los círculos eran síntomas de naciones civilizadas. Asumió a estas instancias como fundamentales para la validación de los conocimientos entre pares, y las ensalzó como centros de discusión y promoción de saberes3.
En lo que a empresas editoriales respecta, en 1878 fundó con Enrique Lynch Arribálzaga4 El Naturalista Argentino5, considerada la primera revista del país especializada en Ciencias Naturales. Aunque la publicación emergió en un contexto que historiográficamente se evalúa como promisorio para la institucionalización científica (c.f. Mantegari, 2003), las preocupaciones que sus redactores expresaron sugieren que la nueva generación de naturalistas estaba en desacuerdo con las formas en las que la ciencia se había pensado en el país.
Desde su presentación, la publicación anunció que llegaba para suplir una ausencia: la de un espacio de difusión de la ciencia para un público que excediera al mundillo de los especialistas. Esta pretensión quedó manifestada en su organización y su tono. A diferencia de otras publicaciones contemporáneas6, en El Naturalista Argentino se publicaron estudios de variadas temáticas escritos en registro ameno, didáctico y en algunos casos rozando el relato de aventuras (c.f. Barber, 1980). Esa fue su marca distintiva durante el único año de su existencia. Las preocupaciones de sus editores fueron manifiestas: “las ciencias naturales, las ciencias de la observación, deben considerarse como el fundamento del progreso moderno. […] Ningún estudio moraliza tanto las sociedades como el de la Naturaleza” (El Naturalista Argentino, 1878, febrero: 1).
Estas ideas tomaron forma más acabada en diversos artículos de Holmberg. En uno de ellos evaluó el panorama científico de la Argentina por medio de una reseña histórica del Museo Público de Buenos Aires. El escrito contiene críticas a la escasa atención que los gobiernos prestaron a las instituciones científicas desde la independencia misma. A la vez, juzgó negativamente la omnipresencia de científicos y sabios extranjeros en roles centrales. En este último sentido, si ya en algunas obras de ficción de Holmberg se pueden encontrar indicios de sus apreciaciones sobre el director del Museo Público, expresaba ahora que Germán Burmeister condensaba los aspectos condenables de la generación científica anterior:
El Director tiene mucho que hacer; –las publicaciones europeas consignan cada año sus observaciones numerosas, y por lo tanto no puede ocuparse de ciertos detalles, que en realidad no corresponden a un Director del Museo; pero entretanto, el establecimiento no contiene objetos accesibles al público sino por la vista. Los “Anales del Museo” ya no se publican, y es necesario conocer las obras Europeas para saber lo que hay en el Museo de Buenos Aires. Sus estantes se encuentran llenos, en más de un punto atestados. Tenemos un gran museo, pero no lo aprovechamos, porque no hemos sabido organizarlo para la instrucción pública, como fue la mente de Rivadavia, ese grande hombre que dictó los aforismos del porvenir Argentino […] El Museo de Buenos Aires está, pues, mal dotado y peor organizado. (El Naturalista Argentino, 1878, febrero: 39)
Holmberg realizaba así una denuncia: los científicos extranjeros a cargo de instituciones centrales apostaban a consolidar un perfil con aceptación europea en detrimento de la institucionalización de la ciencia en Argentina. Desde su perspectiva, el Museo Público de Buenos Aires había sido escenario de algunos adelantos, pero se encontraba aún desorganizado. Los costos se sentían en dos frentes: no podía brindarles a los investigadores lo que necesitaban, y tampoco el público general encontraba allí propuestas atractivas.
Desorganización de los materiales, escasez de personal, carencia de presupuesto para organizar expediciones y formar colecciones eran males endilgados a una dirección personalista y despreocupada por la suerte de la ciencia en Argentina. Burmeister era un representante de la vanidad de la “aristocracia intelectual”, un sabio que se ocupaba de su carrera, producía conocimiento para sus pares y no se ocupaba de difundir la ciencia. Estos hechos quedaban constatados en la recurrencia a publicar en otros idiomas, en la reticencia a participar en la esfera de la docencia y en la escasez de manuales de historia natural para la instrucción producida por los científicos extranjeros.
La presencia de personajes como Burmeister era parangonable a la de un fantasma inhibitorio para el despliegue científico. Según los propios testimonios de Holmberg, cuando él era joven, percibía al sabio prusiano como una “figura imponente”, que había sido pionero en todos los territorios de la exploración.
Las ansias de figuración de los naturalistas extranjeros se tradujo, a los ojos de Holmberg, en una preferencia: “los coleccionistas venidos de lejos prefieren por lo común dedicar su actividad a seres de más bulto y que, sin tener mayor importancia, son de más lucimiento” (E. L. Holmberg, 1884a: 20). También en este punto Burmeister y sus investigaciones sobre los caballos fósiles (Burmeister, 1876) eran parámetros de lo condenable. En el marco de esta declaración, la especialización de Holmberg en la entomología no parece casual; emerge como un gesto de diferenciación de los científicos foráneos.
Los mismos sabios extranjeros que generaban fascinación en los elencos políticos dispuestos a financiar sus exploraciones y sus obras sin evaluar de manera consciente los beneficios de la misma para el país fueron considerados por Holmberg una pieza ociosa en el marco de un espacio científico que necesitaba convertirse en un foco promotor de conocimiento e instrucción 7.
Sus observaciones sobre la ciencia y los hombres que la practicaban quedaron también esbozadas en sus ficciones de la década de 1870. En diferentes textos se preocupó por dar cuenta de perfiles de estos personajes (en particular los hombres de ciencia), a los que consideraba impulsores de las principales transformaciones del país. Oponía dos figuras: la del “verdadero sabio” y la del “ignorandium pretenciosum”. Los primeros eran aquellos que se comprometían con el país y podían fusionar lo artístico con lo científico (E. L. Holmberg, 1882: 74), mientras que los otros eran los pretenciosos que solamente tenían ansias de figuración, y no se preocupaban por las necesidades del país. Estas impresiones pueden encontrarse en especialmente en sus textos Dos partidos en lucha. Fantasía científica (1875a), Viaje maravilloso del Señor Nic-Nac (1875b), El tipo más original (1878a) y “Olga” (1878b).
A partir de estos diagnósticos, Holmberg manifestó un anhelo. Sostuvo que el compromiso de los hombres de ciencia debía traducirse en la difusión de sus investigaciones, al tiempo que los gobiernos debían garantizar el sostenimiento de empresas científicas que generaran conocimientos útiles. El apoyo oficial resultaba fundamental para apuntalar el desarrollo de las instituciones científicas:
Una vez desarrollado el gusto por tales estudios [naturales], la primera preocupación –y así sucede en los países civilizados– es enriquecer con todos los elementos posibles y por una especie de amor propio nacional, el núcleo de las riquezas naturales […] En tales circunstancias, los Gobiernos tomarán más empeño que el que han tomado hasta ahora, […] harán de ello una preocupación constante y agregarán a toda expedición militar, trigonométrica, exploradora, etc., uno o más naturalistas que recojan aquello que pueda interesar al conocimiento del país. (El Naturalista Argentino, 1878, febrero: 40)
¿Holmberg como “experto” en una tierra sin expertos?
En 1878, Holmberg había manifestado la importancia de que los gobiernos agregaran a toda “expedición militar […] uno o más naturalistas que recojan aquello que pueda interesar […] al conocimiento del país” (El Naturalista Argentino, 1878, febrero: 40). Su anhelo se vio concretado durante el año siguiente; la expedición comandada por el general Julio A. Roca a Río Negro fue acompañada por una comisión científica formada por cuatro científicos: Adolfo Doering (a cargo de los aspectos zoológicos y geológicos), Pablo Lorentz (a cargo de la Botánica) y, en carácter de ayudantes, Gustavo Niederlein y Federico Shultz 8. Al regreso de la expedición, se convocó a quienes se consideraba hombres de ciencia para redactar los textos correspondientes sobre las muestras de fauna y flora recolectadas. Holmberg fue uno de ellos: redactó los informes sobre arácnidos y realizó láminas para la sección zoológica (cfr. Informe Oficial de la Comisión Científica, 1881: 4).
Entre descripciones de arañas y litografías, Holmberg enunció su descontento por las formas en las que se llevó a cabo la recolección de las muestras. En ellas no sólo encontró ejemplares ya descubiertos por él mismo y su amigo y socio intelectual Enrique Lynch Arribálzaga en zonas aledañas a Buenos Aires, sino que muchos de ellos ya habían sido descriptos en su pionero trabajo monográfico. Holmberg adjudicó la relativa inutilidad de la expedición al hecho de que fue realizada en una época poco propicia para la recolección de insectos y muestras botánicas. Desde su perspectiva, los tiempos de la ciencia no eran los de la epopeya militar (E. L. Holmberg, 1884b: 7). Pese a ello, la presencia de científicos en la campaña encabezada por el general Roca sentaba las bases para que en las próximas expediciones ya se considerara a la comisión científica como parte integrante de estas empresas (Informe Oficial de la Comisión Científica, 1881: 120).
Aunque durante la década de 1870 Holmberg había sido Oficial Primero de la Oficina de Estadísticas de la Provincia de Buenos Aires9, fue luego de su participación en la redacción de este informe cuando comenzó a ser considerado un “experto” en la naturaleza que podía prestar sus servicios al Estado. Los eventos que apuntalaron su reputación fueron la participación en el informe del Censo General de la Provincia de Buenos Aires de 1881 (Censo General de la Provincia de Buenos Aires, 1883); la intervención junto con Domingo Faustino Sarmiento en un homenaje a Charles Darwin en 1882 (E. L. Holmberg, 1882), la publicación de sus informes sobre la Sierra de Cura Malal y sus libros sobre Tandil y Misiones.
En el Censo Provincial de 1881, Holmberg colaboró en la Comisión Directiva, y estuvo a cargo de la “Ojeada sobre la flora” y la “Ojeada sobre la fauna”. Desde esas páginas, se declaró un entusiasta defensor de documentos como el censo en tanto espacios privilegiados para la difusión de saberes. Señaló que, para la trasmisión de la ciencia, no era necesario contar con sabios híperespecializados, sino más bien con hombres de ciencia que tuvieran la capacidad de difundir contenidos científicos de manera accesible.
Como en otras secciones de los censos de la época (Otero, 1998: 123–149), una de las tareas que Holmberg emprendió en sus ojeadas fue la de sugerir a los lectores bibliografía para profundizar distintos aspectos de lo que allí exponía. En estas recomendaciones incluyó, entre los Anales del Museo de la Provincia de Buenos Aires y los Anales de la Sociedad Científica Argentina, la revista que él mismo había gestado, El Naturalista Argentino (Censo General de la Provincia de Buenos Aires, 1883: 50). Pese a la brevedad de la experiencia, Holmberg se consideraba un pionero en el ambiente científico nacional protagonizado por “hijos del país” (Censo General de la Provincia de Buenos Aires, 1883: 50).
Dos años después de su participación en el censo, su nombre tuvo una resonancia pública notable. Además de pasar a ser miembro de la Academia Nacional de Ciencias de Córdoba, pronunció en el Teatro Nacional la ya mencionada conferencia sobre Charles Darwin, en el marco de un homenaje en el que compartió escenario con Domingo Faustino Sarmiento (Sarmiento, 1934). La conferencia se juzgó provocadora. El texto publicado narra la historia de la teoría de la evolución y hace referencia a autoridades mundiales del evolucionismo. Las alusiones a las oposiciones de la religión católica contienen un tono irónico. En relación con este punto, y según un señalamiento de la advertencia, Holmberg parece haber sido acusado de intolerante.
Recuérdese que el año 1882 fue particularmente sensible en lo concerniente a enfrentamientos entre católicos y secularizadores. Holmberg se pronunció a favor de la teoría de la evolución en un homenaje a Charles Darwin organizado por el Círculo Médico Argentino; se trataba de una toma de posición en un clima efervescente. Si bien la pieza literaria Dos partidos en lucha, que data de 1875, ya había dejado en claro que sus preferencias en el marco de un ficticio debate entre darwinistas y defensores del fijismo, esta conferencia, y el folleto surgido de ella, fueron sus trabajos más acabados en lo que concierne a sus aportes a la difusión del evolucionismo en Argentina (c.f. Montserrat, 1999). Puede aventurarse que, si para mediados de la década de 1870, escribir una ficción en la que el propio Darwin se apersonaba en Buenos Aires para dar fin a un debate de ideas era una posibilidad para mostrar preferencias, el contexto de las reformas laicas era un momento de tomar partido de manera más contundente. Los periódicos de la época así lo destacaron y lo definieron como una figura que “tiene imaginación y buen gusto literario, además de su caudal científico” (El Nacional, 1882, 20 de mayo). Estos reconocimientos quizás convirtieron a la voz de Holmberg en menos moderada a la hora de evaluar a Burmeister, a la sazón en contra del darwinismo (E. L. Holmberg, 1882: 92 y 93).
Hacia mediados de la década de 1880 Holmberg exploró Paraná, Santa Fe y Misiones, mientras que, en 1885, fue jefe de la Comisión Científica auxiliar enviada por el ministro de Guerra y Marina al Chaco10 (Campaña del Chaco, 1885). Al encabezar la comisión científica de esta expedición, asumió que cumplía con un compromiso en tanto naturalista y argentino. Estos viajes le permitieron contar con diversos materiales para redactar publicaciones de corte científico. Su lugar como relevante naturalista se consolidó. Asimismo, se mostró entusiasta ante la idea de que se estaba produciendo una renovación en el ambiente científico argentino. Su performance así lo constataba:
Comienza a alborear en la República Argentina la era científica. Estimables naturalistas extranjeros, algunos de ellos eminentes, han estudiado y estudian una parte de sus ricas comarcas. Millares de especies halladas en ellas figuran en los distintos repertorios, y millares de otras esperan figurar. Pero hay un nuevo elemento que entra en acción, y entra con confianza, porque tiene conciencia de las responsabilidades que envuelve la tarea científica: es el elemento nacional, el elemento joven, que viene a lucha con el cerebro en la misma tierra en que sus padres lucharon con la espada o con la pluma flamígera para consolidar independencia, libertad, autonomía de la nación y del pueblo. (E. L. Holmberg, 1884a: 2; énfasis nuestro)
El relevo de los “estimables naturalistas extranjeros”, identificados con una generación anterior, por el “elemento nacional”, joven e impetuoso, fue observado por varios contemporáneos. Estanislao Zeballos, siempre atento al panorama científico, dio cuenta de los derroteros de la ciencia y sostuvo que los naturalistas extranjeros habían sido figuras típicas de los tiempos de la Confederación, pero comenzaban a ser reemplazados por científicos nacionales:
Vinieron en consecuencia a la Republica, Speluzzi, Puiggari, Rossetti, Montea, Ramorino, Manguin, Larguier, Torres, Jacques, Cosson, Weiss, Kyle, Berg y otros especialistas, nuestros bienhechores, cuyas lecciones recordamos con gratitud y con cariño. Son ellos, bajo la iniciativa y con el concurso de algunos argentinos ilustres, los fundadores definitivos, coronados por el éxito de los estudios universitarios superiores y han tenido la fortuna de verse reemplazados gradualmente por sus discípulos. Huergo, White, Lavalle, Arata, Viglione, Holmberg y otros, los primeros compatriotas ascendidos del pupitre de los alumnos a la gravedad académica de las cátedras científicas. (Zeballos, 1886: 26)
Para la década de 1880, Holmberg consideraba que la figura del hombre de ciencia válida era la que respondía a necesidades de la realidad nacional. Las críticas ya no estuvieron sólo dirigidas a Germán Burmeister y Benjamin Gould, sino también a otros exploradores y sabios extranjeros que pasaron por el país para luego publicar sus investigaciones en Europa sin contar con la preparación para captar las especificidades de la Argentina. Se refirió a estas figuras como “golondrinas exóticas que nos descubren en nuestras tolderías de estilo Corintio, o en nuestros wigwams tipo Renacimiento” (E. L. Holmberg, 1887: 33; énfasis nuestro).
En estos años Holmberg comenzó también a rescatar naturalistas como antecesores válidos. Contra los Burmeister y las “golondrinas exóticas”, reivindicó a figuras como Félix de Azara (E. L. Holmberg, 1926) y Aimé Bonpland (E. L. Holmberg, 1887: 166–168). Las evaluó positivamente porque se habían afincado en las tierras que investigaron y porque habían brindado servicios al país. En el mismo sentido, reivindicó a contemporáneos como Pedro Scalabrini, Juan Ambrosetti, Florentino Ameghino, Félix Lynch Arribálzaga (entre los más mencionados), por sus investigaciones científicas y por su preocupación por la educación. Refiriéndose a Pedro Scalabrini –a quien conoció en Entre Ríos–, por ejemplo, señaló:
Comenzó a reunir los fósiles terciarios de la comarca; así se inició su colección paleontológica, una de las más ricas que hoy existe en la República Argentina. ¡No fueron aquellos acumulados, diagnosticados, restaurados, definidos, etiquetados, encajonados y publicados, para que algún día pudieran servir para la enseñanza, no! Primero fueron manifestados y explicados, y cuando la enseñanza quedó terminada, entonces se conservaron. Esto revela que Scalabrini no es un “hombre de ciencia” como lo quiere cierta superstición de nuestro país, que toma no sé a qué arquetipo de los sabios, pero es un hombre muy útil. (E. L. Holmberg, 1887: 25)
La utilidad que tenían hombres como Pedro Scalabrini (c.f. Victoria, 1985) se traducía en el despliegue de instituciones exitosas. Holmberg describió, de hecho, al Museo de Paraná en términos muy elogiosos (Auza, 1972: 181–206) y lo contrastó con el Museo de Buenos Aires. Describió al Museo señalando que “constituye un timbre de honor para el Gobierno de esa Provincia”, y elogió al gobernador Eduardo Racedo porque “percibió con claridad la importancia de este género de investigaciones [científicas] con relación al desenvolvimiento de las ideas liberales, al progreso de la educación y, por lo mismo, al progreso mismo del país” (E. L. Holmberg, 1887: 26).
Una vez más, la fórmula que Holmberg propuso para resolver las limitaciones de la ciencia en Argentina fue fomentar instituciones científicas útiles para la sociedad. Consideraba fundamental articular la voluntad de hombres de ciencia con el apoyo de los hombres de la política. La asociación de investigación y difusión de la ciencia debía estar apuntalada por el apoyo oficial (E. L. Holmberg, 1884a: 5).
En este sentido, ya en 1887, Holmberg no dudó en hacer un llamado directo a la atención del Presidente Miguel Juárez Celman para que apoyara la Academia de Ciencias:
La Academia es, en su clase, el único instituto oficial de ciencias que tenemos, y, si se toma en cuenta la circulación creciente de sus publicaciones en Europa, puede decirse que el Gobierno se encuentra ante un dilema: o suprime la Academia, o la coloca en condición de hacer frente a la importancia de sus funcionales. Cuando el actual presidente de la República no lo era todavía, se mostró afecto a la institución, y en más de un caso, se asegura, apoyó sus indicaciones […]. Sacarla de donde está sería ocasionar su muerte y negarle los impulsos debidos es oponerse a un hecho de toda evidencia: el actual movimiento científico en la República Argentina. En verdad no podemos decir que sea imponente; pero, por algo se empieza. (E. L. Holmberg, 1887: 11)
Si el joven Holmberg había depositado sus esperanzas en algunas sociedades científicas, ahora su mirada fue más realista y apuntó a pensar en sabios útiles para el país que dirigieran instituciones con sostén oficial. Los museos, los jardines zoológicos y botánicos y los establecimientos de instrucción pública eran los vectores a seguir (E. L. Holmberg, 1878: 33).
Holmberg como Director del Jardín Zoológico
En varias piezas de ficción, Holmberg narró situaciones en las que hombres de ciencia y curiosos visitaban países europeos. En todas ellas, los jardines zoológicos y botánicos, los observatorios y los museos de ciencias y otras instituciones ligadas a la naturaleza aparecen como espacios destacados para ser visitados y como parámetros de la civilización y la ilustración de las ciudades. Con esta certeza, al desempeñarse como Director de Parques y Paseos de la Ciudad de Buenos Aires, tomó medidas para mejorar las condiciones de algunos espacios verdes (“Holmberg, Eduardo”, 2004: 183).
Cuando Torcuato Alvear fue designado Intendente por Julio Argentino Roca en 1883, asumió la tarea de modificar, en sus líneas generales, la ciudad de Buenos Aires. El flamante intendente representó “de la manera más fiel posible los deseos de reforma de la élite; en este caso en términos de modernización social y cultural” (Gorelik, 1998: 121). Conspicuos personajes del cambio de siglo se dirigieron de manera epistolar al intendente para darle indicaciones y sugerencias respecto de la apariencia de la ciudad. Carlos Pellegrini le propuso la proyección de un jardín de fieras con los siguientes argumentos:
Para admirar una flor, un árbol o un paisaje se necesita cierto grado de cultura que no siempre se encuentra entre la gente de trabajo, mientras que la salvaje e imponente mirada de un león africano o de un tigre de Bengala, las proporciones de un elefante o la espantosa fealdad de un hipopótamo despiertan mayor curiosidad y proporcionan mayor distracción a la multitud. (Carta de C. Pellegrini a E. L. Holmberg, citada en Gutiérrez, 1992: 124–125)
Esta epístola pone de relieve varios puntos de un debate acerca de la función de los jardines zoológicos en el contexto de la trama urbana de las ciudades modernas que se resume en la idea de si estos debían ser espacios de recreación para las masas o espacios públicos para gozo estético de las elites (c.f. Bendiner, 1981; Marshall, 1994; Del Pino, 1979). Cuando Holmberg asumió la dirección del Jardín Zoológico, como se verá, mantuvo una postura clara en este debate 11.
Hacia fines de la década de 1880 en Buenos Aires existía un jardín de fieras bastante rudimentario. El responsable de convertirlo en un espacio que tradujera los lineamientos generales de la modernidad de la ciudad fue Eduardo L. Holmberg. En 1888, Eduardo Wilde resolvió por intermedio de la Intendencia la separación del Jardín Zoológico del Parque 3 de Febrero y la designación de Holmberg como su director. Estuvo a su cargo el traslado al nuevo predio entre fines de 1888 y principios de 1889 (c.f. Vitali, 1986a: 38–41). Sus pretensiones frente al Jardín Zoológico se encontraron lejos de la mirada de Carlos Pellegrini. Holmberg no pretendió que fuera un espacio destinado a las multitudes incapacitadas de disfrutar de expresiones más elevadas, sino que aspiró a que deviniera una institución asociada al progreso científico del país y adaptada a las necesidades de la educación pública. Al respecto señaló:
Un Jardín Zoológico es una institución científica. Por sus exterioridades, puede pasar desapercibido el carácter fundamental de su existencia para aquellos que acostumbran examinar solamente la superficie de las cosas, dejando que les guíe un numen trivial. […] Un Jardín Zoológico no es un lujo, no es una ostentación vanidosa y superflua –es un complemento amable y severo de las leyes nacionales relativas a la instrucción pública–, pudiendo afirmarse, que los establecimientos de su género son tan necesarios para un pueblo culto como los cuadros murales en las escuelas –diferenciándose de ellos por alguna ventaja. (Revista del Jardín Zoológico de Buenos Ayres, 1893, enero: 3–4)
El lugar en el que se emplazó el nuevo parque zoológico tuvo un gran peso simbólico. Juan Manuel Rosas había tenido un Jardín de Fieras en su propiedad (Del Pino, 1979: 17–19); montar el Zoológico en ese lugar fue casi tan importante para Holmberg como elevar allí la estatua de Sarmiento. Se trataba de una ruptura histórica. Un zoológico moderno y científico terminaba con un pasado de fieras sueltas a cargo de las tropas del “tirano”. Este propósito dio forma a uno de los objetivos de Holmberg: convertir la institución en un lugar de despliegue intelectual:
¿Para qué sirve dirigir un establecimiento público como el Jardín Zoológico y otros análogos, si no ha de ofrecer para estudio su rico material á los hombres de ciencia, como los Lynch Arribálzaga, los Ameghino, los Quiroga, los Arata, los Kyle, Los Balbín, Los Ramos Mexía, los Ambrosetti, los Bahía, los Puiggari, los Speluzzi, los Rosetti, los Blazan, los Bertoni, los Wernicke, los Berg, los Spegazzini, los Kurtz, los Brackebusch, los Bodenbender, los Doering, los Aguirre, los Avé-Lallemant y tantos otros, clavan estrellas en los rayos de nuestro sol heráldico? (Revista del Jardín Zoológico de Buenos Ayres, 1893, julio: 198)
Pero si el perfil científico debía desarrollarse, la funcionalidad pública del parque debía marchar a la par. Beatriz Sarlo señala que “el zoológico de Buenos Aires es una ciudad en miniatura que evoca la mezcla estilística de la ciudad que lo alberga. Pabellones normandos, pagodas, serpentarios que citan la arquitectura industrial o las exposiciones universales” (Sarlo, 2007: 31). El responsable de darle esa fisonomía al establecimiento fue Holmberg. Además de seguir las tendencias del paisajismo exótico en boga, se preocupó por darle una apariencia atractiva para el público en general (Gutiérrez, 1992: 126).
Durante los casi quince años que estuvo al frente de la institución, Holmberg puso igual empeño en las dos facetas de su programa: convertir al Jardín Zoológico en una institución científica a la vez que pública. Así lo constató la fundación de la Revista del Jardín Zoológico de Buenos Ayres, aparecida en enero de 189312. El órgano se presentó en sociedad con las siguientes palabras:
A la prensa. Un cordial saludo, desde el mundo sereno en que germinan las ideas madres de esta publicación, una de las formas especiales en que se puede manifestar el pensamiento en la República Argentina, libre de todo género de trabas en cuanto lo permite la formalidad de una Revista casi oficial, pero con la independencia que exige una obra científica. (Revista del Jardín Zoológico de Buenos Ayres, 1893, enero: 3)
La revista cumplió con las pretensiones científicas. En sus entregas, cuentan con un lugar considerable los estudios de hombres de ciencia de la camada de Holmberg, como Florentino Ameghino, Juan B. Ambrosetti, Carlos Spegazzini y Félix Lynch Arribálzaga. También cumplió con las demandas más generales del establecimiento. No solo se publicó allí el reglamento general, el plano y parte sustancial de una guía del Jardín Zoológico, sino también secciones breves con notas de interés aptas para un público curioso.
Estas acciones alentaron la modernización del zoológico. Pese a ello, la gestión de Holmberg estuvo acompasada por una constante queja. Durante una buena parte de los primeros años de su gestión, el país atravesó un período de desbarajustes económicos. En consecuencia, los fondos destinados a instituciones científicas y obras públicas disminuyeron en relación a las décadas anteriores (Vitali, 1986b: 39; Babini, 1957: 86–88). Aunque Holmberg tenía confianza en el apoyo de los gobiernos (Revista del Jardín Zoológico de Buenos Ayres, 1893, enero: 5), las respuestas que encontró en los hombres políticos no fueron entusiastas.
Las autoridades municipales no prestaron al Jardín Zoológico la atención anhelada por Holmberg. Varios intendentes se sucedieron durante el período en que ejerció la dirección de la institución. Fue con Adolfo Seeber (1889–1890) con el que logró mayor entendimiento. El trato con otros intendentes fue más bien una suma de incomunicaciones que se tradujo, para la gestión del establecimiento, en una sucesión de proyectos truncos o incompletos. Holmberg interpretó estos hechos casi como un complot en su contra. Sin embargo, más que un castigo, lo que se percibe en las respuestas al director del Jardín Zoológico es cierto desinterés de parte de los sucesivos intendentes.
Si la falta de apoyo oficial fue un problema, el comportamiento de los visitantes no lo fue menos (Revista del Jardín Zoológico de Buenos Ayres, 1893, agosto: 228). El público no respetaba las indicaciones de los letreros, al tiempo que se multiplicaron hurtos y destrozos, facilitados por la inexistencia de rejas y la escasez de personal para controlar todo el espacio.
La frustración de Holmberg fue creciente. De acuerdo a su propia evaluación, solo cumplió con un objetivo: lograr que el Zoológico tuviera funciones educativas. Numerosas anécdotas describen que Holmberg llevaba a sus alumnos a tomar clases en el Jardín Zoológico para que estuvieran en contacto con la naturaleza y pudieran adquirir conocimientos de orden prácticos. Con todo, pese a sus balances negativos, su gestión fue altamente apreciada por los contemporáneos.
Mientras se desempeñó como director del Zoológico, Holmberg fue convocado por el gobierno de la nación para escribir las secciones “La Flora de la República Argentina” y “La Fauna de la República Argentina” en el Segundo Censo Nacional de 1895 13 (Segundo Censo Nacional de Población. 1895, 1898: 385–474 y 475–602, respectivamente). Esta tarea compensó sus amarguras. Encontró satisfacción en el hecho de que los textos, “pinceladas en un gran libro que es un monumento nacional” (Segundo Censo Nacional de Población. 1895, 1898: 386), fueran utilizados con fines educativos14. Los mismos tuvieron, además, repercusión extendida en los ámbitos científicos.
Pese al tono apesadumbrado de estos años, publicó varias monografías y trabajos científicos en las entregas sucesivas de la Revista del Jardín Zoológico y en otras publicaciones de renombre o como folletos de conferencias. También fue valiosa su producción literaria de esta etapa del itinerario holmberguiano. Pese a estos indicadores, los años de gestión del Jardín Zoológico fueron leídos por el mismo Holmberg como una época de numerosos obstáculos para los objetivos que pretendió alcanzar.
Ni siquiera el punto final de su gestión fue memorable: lo exoneraron de su cargo en 1903. Las versiones sobre esta destitución apuntan a un conflicto de Holmberg con el Intendente Adolfo J. Bullrich15. Otras voces subrayan un supuesto altercado entre Holmberg y Julio Roca cuando este último visitó el Zoológico16. Un tercer argumento que suele citarse tiene que ver con un accidente provocado por los elefantes.
Lo cierto es que, más allá de estas anécdotas, Holmberg fue exonerado por incompetencia. Así, su experiencia frente al Zoológico, que había sido pensado como una maqueta dinámica para poner en marcha sus proyectos, se cerró de una forma muy poco feliz.
Reflexiones finales
Holmberg (1852–1937) fue a la vez protagonista y crítico a la hora de pensar el rol de las instituciones y de los científicos que ocupaban lugares centrales en la Argentina. Desde diferentes registros, como se ve en el artículo, Holmberg esbozó inquietudes y trató de dar respuesta a preguntas que lo inquietaban y que dan cuenta de un clima de época en el que científicos locales comenzaban a medirse y a competir con científicos extranjeros afincados en el país. Sus inquietudes, en el mediano plazo, se articularon en tres ejes: 1) qué tipo de científico se adaptaba mejor a las necesidades del país en la era del progreso material; 2) cuál era el mejor uso social de ciencia; y 3) cómo se podría persuadir a los hombres políticos del necesario fomento de la ciencia manteniéndolos al margen de sus dinámicas más específicas. Fue en El Naturalista Argentino donde Holmberg esbozó inquietudes que sostuvo de allí en más.
Para 1870 Holmberg era ya un activo joven interesado por la ciencia y se preocupó por pensar el rol de las instituciones y de los científicos que ocupaban lugares centrales en la escena argentina. En este sentido, el Museo Público y la figura de Germán Burmeister fueron parámetros para pensar una realidad ampliada. Desde la perspectiva de Holmberg, los “sabios naturalistas” extranjeros, los hombres de ciencia que habían convocado los políticos en tiempos de la división entre la Confederación y Buenos Aires para modernizar instituciones y lograr así dar despliegue y prestigio científico a la Argentina, no siempre habían cumplido con este objetivo. Él consideró que una nueva era científica protagonizada por hijos del país había llegado.
Para la década de 1880 él mismo era una prueba viviente de esta renovación y ya parecía consciente de encarnar un tipo de personaje científico diferente a los existentes. Su exitosa participación en instancias patrocinadas por el Estado nacional y provincial y sus trabajos científicos pusieron en evidencia que su reputación descansaba sobre sólidos pilares. Llegaba ahora el tiempo de desafíos mayores, y su designación como director del Jardín Zoológico lo colocó en un escenario en el que, al menos teóricamente, podría poner en práctica algunas de sus ideas.
Aunque ese nombramiento fue el coronamiento de su carrera como naturalista al servicio del Estado, la gestión del establecimiento fue casi una trágica experiencia de laboratorio. Allí logró percatarse que algunas realidades objetivas no avalaban sus intenciones de contar con un soporte oficial para desplegar una institución científica, y se reveló como un funcionario municipal que no avalaba las medidas del Estado en ninguno de sus niveles. Pese a las adversidades, sin embargo, se ocupó de concentrar todo su empeño en conseguir que el zoológico de Buenos Aires estuviera a la altura de los más modernos establecimientos de su tipo y tuviera una utilidad científica y pública.
Con estas estaciones, trayectorias como las de Holmberg invitan a repensar cuál era la cartografía del espacio científico argentino en las décadas comprendidas en el último cuarto del siglo XIX. Este ensayo da cuenta de cómo figuras como la suya son fruto del contexto de un país que se estaba conformando. En ese marco se establecían relaciones multidireccionales entre los protagonistas del escenario científico de diferentes procedencias –extranjeros, nacidos en el país–, entre los mismos, y las diferentes formas estatales –municipal, provincial, nacional–, también en proceso de consolidación y organización. El itinerario holmberguiano permite, además, pensar en una multiplicidad de formas de intervención en ese espacio de dinámicas porosas, en el que podían tener peso equiparable voces que ocupaban cátedras universitarias y las de interesados que concurrían a espacios de sociabilidad intelectual informales. En este contexto era, además, usual la convivencia de registros para expresar ideas y diagnósticos científicos: una misma figura, en este caso Holmberg, circulaba cómodamente entre ficciones, censos, informes técnicos y revistas sin considerar que un espacio era mejor que el otro para opinar y sentar posiciones.
Holmberg podía ser percibido, además, como científico, experto, naturalista, sabio, funcionario público, y ninguna de esas denominaciones se imponía por sobre las otras. En suma, en un momento de efervescencia social, política y cultural como la de la Argentina de aquellas décadas, figuras como la aquí analizada permiten ver que no estaba definida en un único sentido la institucionalización científica y que la circulación de ideas –varias veces en conflicto– daba cuenta de las formas de posibilidad –o imposibilidad– para generar espacios y fijar saberes (Bruno, 2009).
Aunque en algunas ocasiones se ha pensado a figuras como la de Holmberg como curiosos carentes de rigor científico, impostores de la ciencia, amateurs, o figuras pre-profesionales, sin embargo, puede ser que trayectorias como la suya permitan captar las particularidades de un momento y poner en discusión algunas lecturas muy condicionadas por lo que se asume que “debía ser” un ambiente científico de un país como era la Argentina de fines del siglo XIX.
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* Imagen de portada: Holmberg por Cao, en Caras y Caretas, año III, núm. 90, 23 de junio de 1900.
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Instrucciones de citado en la versión PDF.
- La Facultad de Ciencias Físico-Naturales se creó en 1875, pero no expidió ningún diploma. Sobre esto, puede verse Camacho (1971: 77–94).
- Ver https://ia600708.us.archive.org/29/items/cbarchive_131997_sobrelasespeciesdelgnerobombus1876/sobrelasespeciesdelgnerobombus1876.pdf
- Quizás la explicación última de la confianza de Holmberg en las asociaciones descansa sobre el hecho de su pertenencia a la masonería. Véase al respecto la voz “Holmberg y Correa Morales, Eduardo Ladislao”, en Lappas (1966: 232).
- La revista se presentaba en sociedad con los siguientes datos: El Naturalista Argentino. Revista de Historia Natural/Directores/Enrique Lynch Arribálzaga y Eduardo Ladislao Holmberg/Aparece el 1° de cada mes/Enero 1° de 1878/ Buenos Aires/Imprenta de Lynch y Saavedra, Calle de Maipú, número 211/1878.
- Ver https://ia600404.us.archive.org/21/items/Naturalistaarge1Arri/Naturalistaarge1Arri.pdf
- Piénsese, por ejemplo, en el Boletín de la Academia de Ciencias de Córdoba que era contemporáneo. Contaba con secciones fijas que respondían a un claro orden vinculado con intereses institucionales. Organizándose en una Parte Oficial y una Parte Científica, aparecían en la primera de ellas las listas de publicaciones recibidas, las notas necrológicas y los documentos oficiales, y en la segunda los trabajos científicos específicos, muchos de ellos en idiomas extranjeros.
- Ver https://ia600409.us.archive.org/29/items/biostor-103879/biostor-103879.pdf
- Ver https://ia801406.us.archive.org/9/items/informeoficiald00argegoog/informeoficiald00argegoog.pdf
- El dato aparece consignado en la Foja de Servicios de Holmberg que se encuentra en un archivo privado. Véase Marún (2002: 46).
- Ver https://ia802703.us.archive.org/16/items/compaadelchacoe00marigoog/compaadelchacoe00marigoog.pdf
- Ver http://ri.conicet.gov.ar/bitstream/handle/11336/1692/Cli_ptero___3__septiembre_5_2013_2.pdf?sequence=1&isAllowed=y
- La revista se anunciaba en sociedad como una publicación: “…dedicada á las Ciencias Naturales y en particular á los intereses del Jardín Zoológico. (Mensual). Publicada bajo los auspicios de la Intendencia Municipal de Buenos Ayres por el Director del Jardín Eduardo Ladislao Holmberg y sus colaboradores”. El único trabajo referido a la publicación es Del Pino (1995).
- Ver https://ia902305.us.archive.org/18/items/bub_gb_n_JYAAAAYAAJ/bub_gb_n_JYAAAAYAAJ.pdf
- Ambas ojeadas fueron publicadas en varias ediciones y sirvieron como textos de lectura escolar.
- Algunos autores refieren a un conflicto entre Bullrich y Holmberg generado por la existencia de un friso colocado en la entrada del Jardín Zoológico, obra de Lucio Correa Morales (destacado escultor y familiar del director del establecimiento), que, en 1890, había sido designado administrador del Zoológico y había instalado un taller dentro del mismo. Bullrich habría considerado que un friso que mostraba a un domador de caballos no correspondía temáticamente al zoológico, y Holmberg le habría discutido este punto, c.f. “Carta de Holmberg a Bullrich”, citada en Vitali (1986b: 42).
- En cierta ocasión, Holmberg supo que Julio Roca había recorrido el parque en su Mylord y, según narra su hijo Luis: “[…] llamó al carpintero. Llamó al pintor. Hizo colocar un sólido ‘molinete’ en la entrada y un tablero blanco con letras negras, muy grandes, que indicaban: ‘El Jardín Zoológico es un paseo público, pero no ha sido formado para solaz de los funcionarios públicos’. Cuando Roca regresó al Jardín Zoológico, a los pocos días, vio el letrero, pero no reaccionó mal, según señalan quienes narran el episodio. En el momento de encontrarse con el cartel, Roca iba acompañado por el intendente Alberto Casares quien, posteriormente, designó una ‘comisión consultiva’ para intervenir la gestión del Jardín Zoológico”. Véase Del Pino (1979: 51).